Pone con mucho cuidado a la pequeña en la hamaca, tan suavemente que la niña solo se remueve un instante antes de volver a quedar inmóvil.
Tantas veces, mecida en una hamaca, he pensado que la tela de la misma debe ser algo parecido a un útero materno. Suave, adaptándose al cuerpo, cálida y húmeda en estas latitudes; esa sensación de ingravidez, el mecido suave, los bordes protectores abrazándote.
Esta imagen de hoy me lo confirma.
Esta pequeña nació hace poco mas de un mes, y su madre nació ya en este siglo.
Charlamos mientras ella saca, de la pana de arroz que sujeta con las rodillas,los granos que no han perdido la cáscara, las piedritas y cualquier otra impureza, con una mano levanta un puñado de arroz y lo va dejando caer poco a poco de vuelta en la pana, con la otra mano expurga de manera mecánica y continuada.
Trabaja como si no lo hiciera, de tan suave, tan rítmico, tan artistico; resulta casi hipnótico.
No me mira, pero me presta atención. Con los dedos de un pie sujeta una cuerda que va a la hamaca, si la niña protesta o se mueve, ella mece la hamaca sin dejar de trabajar. La pequeña, complacida en ese sustituto de la primera morada, duerme tranquila y plácidamente.
El hermano pequeño de la mujer nos mira desde el fondo del corredor, tímido y cauteloso; la mujer se levanta, va a la cocina, abierta y algo alejada de la casa (se cocina con leña), trae un platito con comida y llama a su hermano, que llega con la cabeza gacha y arrastrando un poco los pies, se le sienta en el regazo.
Con los dedos ella va estrujando los frjoles y mezclandolos con el arroz, y hace una especie de bolitas, que va metiendo en la boca del pequeño, de apenas año y medio. Yo pienso en las golondrinas, que tantas veces he visto alimentando a sus pollos, esos picos abiertos, esas madres esforzadas. Hay amor en este acto, pero también instinto animal.
Me despido, mientras la pequeña aún duerme y el pequeño no tardará en caer.