Atardece, el cielo se tiñe de un amarillo intenso, algunas nubes manchan de naranja el horizonte, la luz de esta hora del día es la más hermosa, suaviza todos los contornos y dulcifica el ambiente. Hay un grupo de chavalos jugando al fútbol en mitad de parque, un inmenso cuadrado de césped. A un lado del cuadrado la iglesia, enfrente la municipalidad, a un costado de ésta el supermercado y hoteles y bares al otro lado.
Mucha gente va en bicicleta por aquí, y hay coches que pasan a cada rato, bares con música y tiendas de ropa, de electrodomésticos o de zapatos. Hay farolas, y luces en las casas y en los comercios. Todo se me hace raro, pero aquí estoy.
Hoy ha tocado salir de las islas.
Salimos siendo de noche todavía, las cuatro de la mañana eran; siete personas íbamos en el bote, el motorista y dueño del bote junto al motor, dos mujeres y una niña de unos cinco o seis años en el banco más cercano a la popa, y una mujer más, mi compañero de proyecto y yo en el siguiente banco.
Nada más salir comenzó a llover, así que nos tapamos con los plásticos que habían preparado, este bote no tiene toldo. Vamos completamente tapados por el plástico negro, nosotros y las tres chicas del banco de detrás, desde fuera debe verse como dos bultos informes y negros, pero aquí debajo vamos nosotros, intentando que no nos llegue el agua de esta recia lluvia. Por suerte, para al rato, y podemos destaparnos.
Amanece a la altura de la Venada, y todo se vuelve amarillo brillante, el sonido del motor nos acompaña de continuo. Horacio, el motorista, va concentrado y ensimismado, mirándonos a todos desde el fondo del bote. Algunos dormitan, otros vamos con los ojos abiertos. El viaje durará casi tres horas, a ritmo suave, la brisa en la cara y la imagen de la costa al frente, acercándose despacito.
San Carlos, que otras veces es destino final, hoy sólo es de tránsito; hay que salir de este país, sólo para volver al entrar.
La ruta sigue, de nuevo en bote. Esta vez por río y no por lago, en concreto el Río Frio, desde San Carlos a Los Chiles, ya en Costa Rica. Hasta hace un año, esta era la única manera de cruzar la frontera por aquí, hoy ya hay una frontera terrestre, con carretera y puente y aduana y todo… pero nosotros hemos elegido el bote, más lento y más caro, sólo porque mañana tendremos que volver por carretera, y porque cuando te haces al vaivén del bote, no hay nada que te guste más.
Las orillas del río tienen una tupida vegetación, robada a veces para que pueda asomar una casa, o el puesto fronterizo, o un embarque de ganado. En las ramas más altas se ven garrobos tomando el sol, y escuchamos a los monos aulladores, aunque no hemos conseguido verlos; pájaros de todos colores vuelan o están posados, y mariposas de gran tamaño vuelan a nuestro lado. Este paseo en barco es mágico.
Los Chiles no tiene nada de especial, es un pueblo frontera, con calles pavimentadas y calles de tierra, con casas bajas de colores increíbles, con parques y plazas. A un lado el río, al otro la carretera, y en medio bastante tranquilidad. Hechos los trámites migratorios, tenemos el resto del día por delante, nada especial que hacer más que ir al supermercado, que en Solentiname no hay y en San Carlos tampoco, comprar algunos caprichos, y un par de regalos de cumple, a los que nos han invitado la semana que viene, y pasear. Poco más. Estamos aquí porque es necesario, porque para seguir allí, hay que salir de vez en cuando.
Dormiremos aquí hoy, y al levantarnos nos iremos en busca del bus, que nos llevará por carretera a la frontera, volveremos a realizar los trámites migratorios, pero a la inversa y estaremos de vuelta en San Carlos a media mañana, y en las islas por la tarde. Vuelta a la tranquilidad, la ausencia de coches, de luces y de ruidos, de supermercados y de tiendas. Lo estoy deseando.