miércoles, 26 de agosto de 2015

Volveremos, hay que volver.

Tiene los ojos tan claros como el Caribe y el pelo color de cobre, sentada sobre una piedra en el porche de su casa limpia arroz recién cortado en un huacalito de jícaro.

Comparte una tortilla de maíz con la lora que esta a sus pies, y espanta a los pollos que intentan comerse las migas que se le escapan a la lora. Casi no levanta la cabeza cuando le hablamos, y solo nos damos cuenta de que no nos ha entendido cuando su hijo le traduce nuestras palabras, entonces sí levanta la cabeza, nos mira y responde. Hablamos más despacio a partir de ahora, y miramos al hijo, ya que ella casi no levanta la mirada, concentrada como está en su tarea monótona de separar granos de otras cosas.

Dos hamacas cuelgan del techo, una verde y amarilla y otra naranja y roja, las dos ocupadas, una el hijo, otra el yerno. Un pequeñín de un año, o algo menos, gatea por el suelo de tierra compactada, hasta llegar a sentarse sobre una caja de plástico azul colocada estratégicamente al centro de la estancia. En la mesa junto a la entrada una chica jovencita pinta pájaros de balso,  colores alegres y llamativos, rosa, rojo, verde, amarillo… La mamá del pequeñín pasa y se lo lleva en brazos, van a bañarse al lago; están de vuelta antes de que acabemos de hablar, goteando ella, liado en una toalla y en brazos él.

Nadie se levantó de su sitio cuando llegamos, nadie se levanta ahora que nos vamos. Volveremos el lunes próximo,  volveremos a romper la quietud de esta familia, la magia de los quehaceres diarios, de las pequeñas rutinas y manías.  Volveremos sólo para irnos de nuevo.

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