Tiene apenas siete años, quizás seis, se ha empeñado en venir con su padre y ahí va, camiseta amarilla descolorida, calzonas azul marino y botas de hule. Camina hacia el muelle delante de mí, seguro de sí mismo, el bidón de gasolina en una mano, un mecate en la otra; haciéndonos saber que le necesitamos, que viene porque es imprescindible. La espalda recta, la cabeza alta, ni un tropiezo.
Cuando salimos es ya por la tarde, está bastante nublado, pero no llueve por ahora.
El bote es pequeño, las tablas que sirven de asientos están cubiertas con un toldo blanco de plástico, por si llueve.
El sonido monótono del motor, fue molesto al principio pero pronto se convirtió en un runrún que acompaña, el vaivén del agua del lago, y siempre paralelos a la costa, a esa exuberancia verde que llega al agua y sube varios metros, distintos verdes, alguna flor roja, blanca o amarilla. Pasamos junto a ensenadas y muelles de piedra, desde el bote vemos garzas, ibis, cormoranes, iguanas y galleguitos.
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Muelle de piedras y garza tigre. |
Es largo el viaje hoy. Él, el de la camiseta descolorida, se ha quitado las botas y camina descalzo por el bote, nos va contando el nombre de las islas, el de los pájaros. Mantiene siempre un ojo en su padre, atento a cualquier indicación, a cualquier necesidad. Increíble como se mueve, el equilibrio perfecto fruto de las muchas horas de vaivén a pesar de su corta edad.
Está atardeciendo cuando venimos de vuelta. Él está sentado a la proa, los pies descalzos colgando hacia dentro del bote, le tenemos de frente, nos mira, nos estudia, casi tanto como yo a él; nuestras miradas se cruzan a veces, sonreímos y apartamos la mirada, como si se hubiera esfumado el interés mutuo, solo para sorprendernos mirándonos de nuevo al rato.
El cielo se tiñe de naranja, inmenso y luminoso, el verde de las islas se va convirtiendo en negro, sombras oscuras que asoman al agua. Los primeros murciélagos pescadores se cruzan ya por delante del bote, a ras de agua.
Va poco a poco oscureciendo, cada vez más sombras y menos palabras. Él se acurruca debajo de la proa, a resguardo del viento y de la lluvia, hecho un nudo más junto al enredo de mecates, sobre el chaleco salvavidas. Se duerme mecido por el movimiento del bote, acunado por el runrún del motor. Su padre lo mira con cariño, no pudo más, nos dice, se durmió.
Será él quien, al llegar de vuelta, lo saque del bote en brazos, desafiando el continuo vaivén que no para ni aún con el bote amarrado a muelle.
Mañana más.
Ana, me encantan tus textos. Consigues llegar a mi corazón. Mantienes vivos mis sueños de Solentinmae. Un abrazo lleno de cariño
ResponderEliminarGracias Heike.
ResponderEliminarUn abrazo grande para vosotros también.
maravilloso||||
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