viernes, 2 de octubre de 2015

Salir sólo para poder quedarme

Atardece, el cielo se tiñe de un amarillo intenso, algunas nubes manchan de naranja el horizonte, la luz de esta hora del día es la más hermosa, suaviza todos los contornos y dulcifica el ambiente. Hay un grupo de chavalos jugando al fútbol en mitad de parque, un inmenso cuadrado de césped. A un lado del cuadrado la iglesia, enfrente la municipalidad, a un costado de ésta el supermercado y hoteles y bares al otro lado.
Mucha gente va en bicicleta por aquí,  y hay coches que pasan a cada rato, bares con música y tiendas de ropa, de electrodomésticos o de zapatos. Hay farolas, y luces en las casas y en los comercios. Todo se me hace raro, pero aquí estoy.
Hoy ha tocado salir de las islas.

Salimos siendo de noche todavía, las cuatro de la mañana eran; siete personas íbamos en el bote, el motorista y dueño del bote junto al motor, dos mujeres y una niña de unos cinco o seis años en el banco más cercano a la popa, y una mujer más, mi compañero de proyecto y yo en el siguiente banco. 
Nada más salir comenzó a llover, así que nos tapamos con los plásticos que habían preparado, este bote no tiene toldo. Vamos completamente tapados por el plástico negro, nosotros y las tres chicas del banco de detrás, desde fuera debe verse como dos bultos informes y negros, pero aquí debajo vamos nosotros, intentando que no nos llegue el agua de esta recia lluvia. Por suerte, para al rato, y podemos destaparnos. 

Amanece a la altura de la Venada, y todo se vuelve amarillo brillante, el sonido del motor nos acompaña de continuo. Horacio, el motorista, va concentrado y ensimismado, mirándonos a todos desde el fondo del bote. Algunos dormitan, otros vamos con los ojos abiertos. El viaje durará casi tres horas, a ritmo suave, la brisa en la cara y la imagen de la costa al frente, acercándose despacito.

San Carlos, que otras veces es destino final, hoy sólo es de tránsito; hay que salir de este país,  sólo para volver al entrar.

La ruta sigue, de nuevo en bote. Esta vez por río y no por lago, en concreto el Río Frio, desde San Carlos a Los Chiles, ya en Costa Rica. Hasta hace un año, esta era la única manera de cruzar la frontera por aquí, hoy ya hay una frontera terrestre, con carretera y puente y aduana y todo… pero nosotros hemos elegido el bote, más lento y más caro, sólo porque mañana tendremos que volver por carretera, y porque cuando te haces al vaivén del bote, no hay nada que te guste más. 
Las orillas del río tienen una tupida vegetación, robada a veces para que pueda asomar una casa, o el puesto fronterizo, o un embarque de ganado. En las ramas más altas se ven garrobos tomando el sol, y escuchamos a los monos aulladores, aunque no hemos conseguido verlos; pájaros de todos colores vuelan o están posados, y mariposas de gran tamaño vuelan a nuestro lado. Este paseo en barco es mágico.

Los Chiles no tiene nada de especial, es un pueblo frontera, con calles pavimentadas y calles de tierra, con casas bajas de colores increíbles, con parques y plazas. A un lado el río,  al otro la carretera, y en medio bastante tranquilidad. Hechos los trámites migratorios, tenemos el resto del día por delante, nada especial que hacer más que ir al supermercado, que en Solentiname no hay y en San Carlos tampoco, comprar algunos caprichos, y un par de regalos de cumple, a los que nos han invitado la semana que viene, y pasear. Poco más. Estamos aquí porque es necesario, porque para seguir allí, hay que salir de vez en cuando.

Dormiremos aquí hoy, y al levantarnos nos iremos en busca del bus, que nos llevará por carretera a la frontera, volveremos a realizar los trámites migratorios, pero a la inversa y estaremos de vuelta en San Carlos a media mañana, y en las islas por la tarde. Vuelta a la tranquilidad, la ausencia de coches, de luces y de ruidos, de supermercados y de tiendas. Lo estoy deseando.

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